domingo, 24 de abril de 2011

Las pequeñas memorias - José Saramago

Una de las cosas que más me agradan del Masivo Integrado de Occidente (MIO) es que es posible leer en los buses mientras se hacen los desplazamientos. Es cierto que se arruinan un poco los ojos, pero también es cierto que es placentero y reconfortante, y que ayuda a evadir las incomodidades que genera el transporte público. Además, me da una buena excusa para no ceder la silla a mujeres y ancianas cuando voy sentado, cosa que cuando me veo obligado a hacer (porque se agotan las sillas azules y a la viejita con su bastón le dio por montar en MIO para ahorrarse lo del taxi, por ejemplo), lo hago con desagrado, sintiendo violentada mi decisión de ser un mal ciudadano, una persona incivil, y un mal ejemplo para mis estudiantes y para la sociedad.

La cuestión es que cada que viajo en MIO procuro llevar un libro que me ayude a olvidar que me estoy moviendo entre el pantano, y uno de estos libros ha sido Las pequeñas memorias de José Saramago, libro que leí casi en su integridad metido en la panza de los padrones que tomo a diario, durante los trayectos que hago de mi casa al trabajo y de la Universidad a mi casa.

Seré breve porque escribo esto de memoria. Lamento no tener aquí el libro (leí un ejemplar de la biblioteca de Univalle), porque me gustaría citar algunas partes y releer otras para ser más preciso en las impresiones que quiero dejar aquí consignadas. En principio hay que señalar que se trata de una autobiografía de infancia: los primeros años de la vida del premio nobel, desde su nacimiento en el olvidado pueblo de Azinhaga (otro pantano, pero que al menos logró retoñar de su cieno un reluciente lirio), hasta los años de adolescencia y formación en Lisboa, la historia de la pobreza de su familia, y la riqueza en magia de las pequeñas y sencillas cosas en este universo lleno de privaciones.

Este libro es el relato de la infancia de un niño cualquiera en una aldea portuguesa, de una familia campesina pobre cualquiera que luego se muda a Lisboa y lucha por la supervivencia; es también la historia de la génesis de la personalidad del autor: no se está narrando la vida de un escritor porque cuando Saramago nació y creció no era todavía un escritor, pero sí está construyendo con todos los elementos con que le es posible la personalidad que lo llevaría, muy posteriormente, a empuñar el bolígrafo y escribir sus imprescindibles obras. Por eso creo que no hay nada demasiado revelador para el crítico literario que posiblemente espera encontrar claves para descifrar su obra en él, y sí, más bien, un bello canto a la sencillez y la alegría, una celebración del aprendizaje, una fiesta al asombro de ir descubriendo como se revela la vida en las cosas más pequeñas y maravillosas, y finalmente, una crítica hecha con buen humor hacia la iniquidad del mundo al que fue arrojado este niño que luego mudó en autor.

Lo primero que me llamó la atención del libro es el estilo, al menos en su inicio es una prosa rica, sencilla pero juguetona que no tiene miedo de crear imágenes en su narración, que se arriesga a hacer poesía. Muchos autobiógrafos temen que los pulimientos estilísticos terminen afectando la sinceridad de su obra o afectando la veracidad de su narración. Saramago, por su parte, sabe que esta precaución es inútil, pues la escritura siempre es infiel a la memoria, y los recuerdos que ésta construye son más infieles aún al pasado, que por definición es irrecuperable; Saramago sabe, sobre todo, que la escritura de una autobiografía es una oportunidad espléndida para inventar el pasado, y que el pasado es mucho mejor si se inventa en una bella prosa. Lamentablemente este ritmo y esta intensidad va decayendo y hacia las páginas finales priman en la obra las enumeraciones de hechos sobre los giros retóricos y las figuras que enriquecen la prosa en una narración, pero igual hay que decir que, en suma, lo estilístico en la obra es un mérito.

También es bastante agradable descubrir el artificio de la visión infantil que se presenta al inicio de la obra, la inocencia acerca de la importancia que tendrían para el narrador esos paisajes de la Vilha de Azinhaga, que no volvería a contemplar jamás porque fueron derruídos por el tiempo y el progreso: los olivares en esos campos adustos de Portugal, los árboles antiguos y majestuosos, los ríos que bañaban esos valles, los caminos y los atajos, las excursiones a las copas de los árboles. Se podría hacer un inventario extenso de pequeñas magias contenidas en esas páginas, y este inventario sería posible gracias a la forma en que el narrador (re)descubre, en compañía de ese personaje niño que fue, la presencia de cada una de estas cosas en su vida, la forma en que lo han habitado, el asombro primigenio que le brindaron a su niñez que absorvía el mundo como una esponja para contarlo luego. Me trajo el grato recuerdo de La feria del mundo de Edgar Lawrence Doctorow y de Las cenizas de Ángela de Frank McCourt, que intentan hacer un movimiento similar al contar sus infancias; también me hicieron pensar en El olvido que seremos de Héctor Abad Faciolince, obra en donde la parte mejor lograda se corresponde también con un relato de infancia.

Otro fragmento importante para mí fue la lectura del momento en que el pequeño Saramago aprende a leer. Es casi una referencia obligada en este tipo de literatura: todo gran escritor que emprenda una obra autobiográfica creo que debería poner gran énfasis en la narración de este momento, crucial en la vida de todo ser humano. Héctor Abad Faciolince lo tiene en El olvido que seremos, no estoy seguro de si McCourt lo narra pero creo que sí, Doctorow también lo hace, pero el tema es recurrente y si hacemos una pesquisa seria creo que encontraríamos relatos suficientes para hacer una antología voluminosa. El acceso al universo de lo letrado es en la mayoría de estos casos una especie de ascenso evolutivo vital: para Saramago, que aprendió leyendo en los periódicos con que se envolvían algunos tubérculos que se guardaban en su casa, fue así: cuando su familia descubrió que sabía leer esto le proporcionó una suerte de ascenso social, de cuidado especial para un niño del que no se esperaba mayor cosa, un descubrir que el pequeño Saramago era inteligente, y un tiquete de acceso a la educación para él, que antes de este momento no había sido pensada por sus padres, que si bien no eran pobres de espíritu, sí lo eran bastante en lo material. También pienso que yo no recuerdo particularmente el momento en que aprendí a leer, pero recuerdo con claridad cuando les enseñé a leer a mi hermanito y a mi hermanita; supongo que cuando me acuerde mi recuerdo se tratará de acomodar a los esquemas narrativos de lo que he leído, y no sabré que parte con precisión es cierta y cuál no, pero también pienso que éste será un buen recuerdo que inventar si algún día me animo a escribirlo.

Que parrafadas llevo ya, yo que quería ser breve. Quisiera hablar también de los encuentros con la muerte, los primeros encuentros, los que determinan la manera en que uno va a comportarse en años posteriores frente a este acontecimiento, pero no recuerdo bien las circunstancias del libro, aunque sé que están; la construcción de su genealogía, la invención de unos orígenes es otro tema interesante; el retrato de cómo vivió Portugal la guerra civil española y la segunda guerra mundial; el relato sobre sistema educativo portugués que subyace a la narración de sus años de estudio; las crónicas sobre la religiosidad y la moral de la época; la iniciación sexual del protagonista. En fin. Me encantaría transcribir algunos párrafos, mostrar un poco de este libro que recomiendo leer a quien se le antoje, es un libro precioso que probablemente van a llevar en sus afectos luego de leerlo, aunque sin advertirlo, me encantaría, pero por ahora termino aquí este comentario. Si reuno energías para sacar el libro de la biblioteca otra vez, releerlo y editar este post, creo que podría convencer mejor a quien lea esto de lo que trato de decir, por ahora espero que les baste con esto.